






Los amigos
EN ESE JUEGO todo tenía que andar rápido. Cuando el Numero uno decidió que me iba a liquidar y el Número tres se encargaría del trabajo, Beltrán recibió la información más tarde. Tranquilo, pero sin perder un instante, salió del café de corriente y libertad y se metió en un taxi. Mientras se bañaba en su departamento, escuchando el noticiero, se acordó de que me había visto en san isidro, un día de mala suerte en las carreras. En ese entonces yo era un tal Romero, y el un tal Beltrán; buenos amigos antes de que vida los metiera por caminos tan distintos. Sonrió casi sin ganas, al pensar la cara que habría puesto al encontrarlo de nuevo, pero mi car ano tenía ninguna importancia y en cambio que pensar despacio en la cuestión del café y del auto. Era curioso que al Numero uno se le hubiera ocurrido matarme en el café de Cochabamba y piedras, y a esa hora; quizá, si había que creer en ciertas informaciones, el Numero uno ya estaba un poco viejo. De todos modos, la torpeza de la orden le daba una ventaja: podía sacar el auto del garaje, estacionarlo con el motor en marcha por el lado de Cochabamba, y quedarse esperando a que yo llegara como siempre a encontrarse con los amigos a eso de las siete de la tarde. Si todo salía bien no entraría al café, y al mismo tiempo que los del café vieran o sospecharan su intervención. Era cosa de suerte y de cálculo, un simple gesto (que yo no dejaría de ver, porque era un lince), y saber meterse en el tráfico y pegar la vuelta a toda máquina si los dos hacíamos las cosas como debíamos y Beltrán estaba tan seguro de mi como de el mismo todo quería despechar en un momento. Volvió a sonreír pensando en la cara de Numero uno cuando más tarde, bastante más tarde, lo llamara desde algún teléfono público para informarle lo sucedido.
Vistiéndose despacio, acabo el atado de cigarrillos y se miró un momento al espejo, después saco otro atado del cajón, y antes de apagar las luces comprobó que todo estaba en orden. Los gallegos del garaje le tenían el Ford como una seda. Bajo por Chacabuco, despacio, y a las siete menos diez se estaciono a unos metros de la puerta del café, después de dar dos vueltas a la manzana esperando que un camión de reparto le dejara el sitio. Desde donde estaba era imposible que los del café lo vieran. De cuando en cuando apretaba un poco el acelerador para mantener el motor caliente; no quería fumar, pero tenía la boca seca y le daba rabia
A las siete menos cinco me vio por la vereda de enfrente; lo reconoció enseguida por el chambergo gris y el saco cruzado. Con una oreja a la vitrina del café, calculo lo que tardaría en cruzar la calle y llegar hasta ahí. Pero a mí no me podía pasar nada a tanta distancia del café, era preferible dejarlo que cruzara la calle y subiera a la vereda, exactamente en ese momento, Beltrán puso el coche en marcha y saco el brazo por la ventanilla. Tal como había previsto, yo lo vi y se detuvo sorprendido. La primera bala me dio entre los ojos, después Beltrán tiro al montón que se derrumbaba. El Ford salió diagonal, adelantándose limpio a un tranvía, y dio la vuelta por Tacuarí. Manejando sin apuro el Numero Tres pensó que mi última visión había sido la de un tal Beltrán, un amigo del hipódromo en otros tiempos